Todos los votos valen lo mismo: por eso es tan importante la educación

Shutterstock / Lightspring

María Antonia Casanova, Universidad Camilo José Cela

Una gran polémica se ha desatado en las últimas semanas en torno a las declaraciones de ilustres ciudadanos del mundo de la política y de la cultura relativas al deber de votar “bien” y a las consecuencias que se derivan de votar “mal”. Evidentemente, el bien y el mal lo decide la ideología de quien habla.

En función de esas ideologías, el bien se identifica con cada uno de los protagonistas intervinientes en el debate suscitado, con lo cual los espectadores u oyentes de tales declaraciones deben tener una gran claridad de ideas para discernir acerca de las razones que los impulsan a esas definiciones de bien y mal para saber si están de acuerdo o no y, sobre todo, para posicionarse en torno a una u otra idea.

La gran cantidad de información disponible para los ciudadanos en la actualidad (“infoxicación”, en muchos casos) obliga a que el individuo disponga de la capacidad de decidir su posición en relación con las diferentes opiniones que le llegan. Es decir, que debe manejar un nivel de autonomía suficiente como para no dejarse manipular por los medios que pretenden influir en sus decisiones. Medios poderosos, sin duda: redes sociales, prensa, radio, televisión… Todos emitiendo opiniones fundadas en las ideologías que, en casi todos los casos, pagan los anunciantes.

Si se pregunta a la opinión pública sobre cómo lograr que la ciudadanía adquiera estas competencias imprescindibles en una democracia, la respuesta, como casi siempre, es la misma: educación. La responsabilidad recae en que el sistema educativo, efectivamente, prepare para la vida; pero no para la vida del siglo XIX, sino para la realidad del siglo XXI. De eso se trata cuando se discute acaloradamente sobre las nuevas propuestas para la educación de las jóvenes generaciones, que debería extenderse a toda la población, sin diferenciar por edades.

¿Números romanos o capacidad crítica?

Pero no parece que las opiniones sobre el sistema se centren en estos puntos. Lo que estamos viendo en los medios de comunicación es que los alumnos no aprenderán los números romanos o la regla de tres. Eso es lo más fácil de comentar, mientras que no se profundiza en la innovación que necesita el modelo educativo para responder a las exigencias, en general, que plantea la sociedad y, en particular, en el requerimiento que se hace evidente ante situaciones como la que ahora comentamos.

En este artículo publicado el pasado mes de abril, por ejemplo, se reflexionaba sobre el pensamiento crítico y la memorización automática, que se mantiene todavía en más situaciones de las deseadas. Hay que seguir insistiendo en ello, ahora apoyándonos en este ejemplo reciente que nos ha proporcionado la polémica comentada al comienzo de este texto.

Un mundo incierto, cambiante, líquido, intercultural y digitalizado requiere de ciudadanos con un pensamiento crítico desarrollado y, por lo tanto, con autonomía de criterio para decidir por sí mismos sus opciones en todos los órdenes de la vida. Esto deriva en un tipo de actuación en las aulas que ejercite y se proponga alcanzar estos objetivos como prioritarios (entre otros muchos, claro).

Las competencias se consiguen practicándolas, no repitiendo literalmente la lección de un libro o las palabras del profesor. Se impone trabajar por proyectos, por tareas, en equipo, cooperativamente, en colaboración, resolviendo problemas, retos, diálogos, talleres o asambleas, manejando la tecnología y otros medios para contrastar las diferentes informaciones sobre los mismos temas, gamificación, aula invertida…

Son muchas las estrategias al alcance de los docentes para poder trabajar el pensamiento crítico, divergente, creativo y conseguir la autonomía personal necesaria para sobrevivir en nuestro entorno actual, sin dejarnos llevar por el mejor orador, aunque sus razonamientos no respondan a intereses comunes ni beneficiosos para el conjunto de la sociedad, sino solo a su propio provecho.

Ciudadanos bien formados para saber qué votar

La educación debe seguir jugando el papel fundamental que siempre ha representado para el desarrollo social. No puede perder el eje central que supone para la formación ciudadana. No debe quedar rezagada a la hora de incorporar nuevos métodos de actuación que favorezcan la preparación necesaria para la población, hay que activarse y acelerar la innovación.

La sociedad pone grandes esperanzas en la influencia que tiene la educación. Y tiene razón, porque es en los primeros años de la vida cuando se conforma la personalidad y se deciden, en buena parte, las posibilidades de evolución de la persona.

La educación logrará ciudadanos bien formados, con autonomía y criterio propio, que decidan sobre “el bien” y “el mal” y voten lo que quieran. Esa es la meta importante para el sistema institucional. Que no nos distraigan con comentarios secundarios, sin mayor trascendencia para el futuro.The Conversation

María Antonia Casanova, Profesora de la Universidad Camilo José Cela y Directora del Instituto Superior de Promoción Educativa (Madrid), Universidad Camilo José Cela

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.