En agosto, releer a Andersen y viajar a Dinamarca.

Sus cuentos, en apariencia infantiles, están llenos de valores universales más allá del tiempo, espacio, edades y modas. Con él y sus personajes vivimos fantasías, ilusiones, sueños…

Copenhague… me inquieta su calma plácida, a pesar de la paradoja. Todo parece en orden, cuadriculado, trazado con escuadra y cartabón. Casi nada se sale de su sitio. Me imagino al joven Hans Christian Andersen (1805) cuando llegó a la capital desde su Odense natal y se encontró calles y callejuelas, rincones y recovecos, meandros urbanos, torres picudas y tejados rojos; mansardas, canales y puentes. Él quería ser cantante y  bailarín, y también, actor de teatro.

Muchas páginas fantaseadas en su mente infantil: se decidió a dar el salto y salir de su humilde hogar, de la compañía de su familia y probar suerte a kilómetros de distancia.

Es ese aire de tristeza y nostalgia, de miedo y lágrimas, de ilusión y deseo el que se cuela en sus libros, como si de un espejo vital se tratara.

Su persona habita en sus títulos, ¿por qué no?: desasosegantes…y mucho.

Ha pasado a la historia como uno de los más famosos autores de narraciones y relatos infantiles tan inolvidables, que envueltos en una carcasa de juguete musical, se esconde agazapado un torrente de experiencias vividas atropelladamente, un torbellino de adulto sin forma definida.

Recordamos la “deformidad” de un patito y asistimos compungidos y con el alma encogida al final apoteósico de la belleza del cisne.

¡Qué gran cuento!: hoy que se lleva la diversidad, el ánade habría sido el amo del corral. Pura trascendencia. No nos podemos quedar en ese estanque de presuntuosos y narcisistas que se alejan del “feo”, del diferente, y lo marginan porque el grupo no puede acogerlo. ¿Nos suena?

Andersen: el pueblerino que llega a la ciudad y se quiere comer el mundo porque va a cumplir sus sueños. Lacerante. Sí, nos provoca a propios y extraños un pellizco en el estómago.

La sirenitaEl soldadito de plomoEl sastrecillo valiente o La reina de las nieves…Comparten una técnica narrativa de gran éxito: eje vertebrador que disecciona una sociedad que va conociendo poco a poco gracias a su personalidad sensible y perceptiva.

En la mayoría de sus títulos dedica un espacio significativo al viaje en el más amplio sentido del término: explorar, conocer y descubrir.

Todo eso y mucho más expresa Andersen, y plasma con un lenguaje claro y cristalino el tsunami anímico que lo embarga: volar hasta el cielo, surcar mares de tormentas procelosas, esconderse en equipajes llenos de trajín, subir a un tren y no parar.

Él ha viajado y sus personajes también. Empatizamos con todo un muestrario de seres que se ofrecen caleidoscópicamente a los ojos de un lector sorprendido por los nuevos matices en todas y cada de las líneas que nos dejó el danés. El fin aleccionador, presente siempre.

Se lio la manta a la cabeza y se planta en Copenhague: el infortunio se apoderó de sus ansias de triunfar al principio hasta que conoció a Jonas Collin, director teatral que fue su valedor para que le concedieran una beca y pudiera cursar estudios oficiales. No cejaba en su empeño. Y siguió constante escribiendo poemas, canciones, epigramas llenos de arrebato sentimental y anhelos patrióticos. Como si él mismo formara parte de un drama al más puro estilo romántico, sufrió de amores y padeció decepciones que le hicieron un ser desdichado al no verse correspondido por dos mujeres a las que quiso con pasión desbordada: Luisa Collin, la hija de su protector, y la soprano Jenny Lind.

París y Roma serán dos ciudades significativas para él. Se asoma a un mundo variopinto, lleno de nuevas ideas, paisajes urbanos y paisanaje bohemio. Atractivo y sorprendente para un joven con ansia de formar parte de una farándula intelectual que tardó en admitirlo.

Y aparece Dickens. Él puso balance a la bicefalia temperamental de nuestro escritor. En  agosto de 1875 muere en la capital danesa.

Todos sus cuentos suponen un compendio de leyendas memorizadas, tradiciones escuchadas, historias leídas, mitos soñados… desfilan animales humanizados, personas diminutas, objetos animados, heroínas tristes y héroes torpes; en pocas ocasiones reelabora ni refunde: crea e inventa sin límites. Trasciende y cruza el “espejo de Alicia” hasta lograr ilusiones: El collarEl sapo, El abeto, Pulgarcita.

Su obra admite varias lecturas, varios puntos de vista, un auténtico prisma que no deja de conmover almas y sentidos. Describe emociones en escenarios naturales y estilizados; lo minúsculo adquiere dimensión agrandada y de lo inefable a la esencia solo va un paso: peripecias, abstracciones, sentimientos y espíritu, humor e inquietud.

Amigo de amigas. Muchas: solo eran eso. Amigo de amigos. Se sentía apocado ante las féminas y  capitidisminuido ante los varones. Unas y otros sedujeron sus sentidos y su corazón. Algo paranoico e hipocondríaco, asustadizo y timorato.

Persona que se convirtió en personaje turbulento, a veces aldeano y otras urbanita. Gran representante del romanticismo europeo, magnífico cuentista de narraciones supuestamente infantiles. Clavó el aguijón en sus criaturas y él mismo se impuso disciplinas, succionó sentimientos y provocó emociones vigentes hasta ahora.

El envoltorio no fue ni celofán, ni tenía lazos de colores: sus regalos literarios desprenden vida personal e intransferible. En La pequeña cerillera se resume todo…

“Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría”.

Quizá fue esa la pared que siempre le acompañó…aunque se encargó de disimularlo, su espíritu torturado nunca se apagó: sus cuentos lo salvaron.

(Este artículo se publicó completo en el número 5 de la Revista Literatura Abierta)

Pilar Úcar Ventura