El trafico de armas en la guerra de Afganistan

La guerra llevada a cabo por Estados Unidos contra Afganistán, también ha representado un buen negocio, tanto en el suministro de armamentos como por el construcción del gaseoducto que atravesará el país.   Alejandro Pozo, (noviembre 2002). Materiales de Trabajo, núm. 21.

Desde septiembre del pasado año, Afganistán ha sido objeto de una extensa cobertura mediática que ha insistido en presentar el conflicto afgano como exclusivamente étnico o religioso. Sin embargo, a pesar de la indudable importancia de estos factores tanto en la reconciliación entre los afganos como en la resolución y reconstrucción del conflicto, no representan más que aspectos secundarios en cuanto a las raíces del mismo.

El conflicto afgano debe sus orígenes a la guerra por delegación que Estados Unidos y la Unión Soviética llevaron a cabo en Afganistán en la década de los ochenta, bajo un contexto de Guerra Fría. Tras el fin de la ocupación soviética, un mínimo de cuatro factores han impedido el cese de la violencia en Afganistán y convertido este país en «la mayor crisis humanitaria del mundo», en palabras del Secretario General de la o­nU en 1999.

El primero de estos cuatro factores ha sido, al igual que en tantas otras crisis agudas, el gran olvido al que la difusa Comunidad Internacional ha condenado a Afganistán, interrumpido puntualmente por el sensacionalismo despertado por el cruel trato que los talibán infringieron a sus mujeres; el segundo, en relación con el anterior, el incumplimiento de unos acuerdos de paz ya de por sí deficitarios. Estos acuerdos se firmaron en Ginebra en 1988 y destacaron como prioridad el fin de la canalización de armamento y otros apoyos militares por parte de otros estados, en especial EE UU, la URSS y Pakistán. En tercer lugar, y probablemente el factor que más ha contribuido a perpetuar el conflicto afgano y a polarizar a su población en función de aspectos étnicos y religiosos, ha sido la injerencia extranjera. Hasta 14 países han contribuido de manera significativa en este conflicto, movidos por distintos motivos y apoyando a las distintas facciones en función exclusiva de sus intereses personales y sus similitudes culturales. Por último, en estrecha relación con el anterior y objeto principal de estas líneas, la enorme cantidad de armamento que ha existido y existe en Afganistán.

Encontrar y comprar armas en Afganistán o a lo largo del cinturón pastún que encierra el este de su territorio con el oeste de Pakistán resulta extremadamente sencillo. La organización no gubernamental Oxfam afirmaba en un estudio que, en 1992, había en Afganistán más armas personales (o armas ligeras, transportadas por una única persona) que en India y Pakistán juntos. En la Provincia de la Frontera del Noroeste de Pakistán, cuya capital es la famosa ciudad de Peshawar, existen poblaciones cuyos habitantes trabajan exclusivamente en la fabricación de armas. En la población de Darra Adam Khel y alrededores, por ejemplo, 40.000 personas dependen de este negocio. Darra fabrica entre 400 y 700 armas al día. Para conseguir un revólver en 1998, sólo tenías que pasarte por allí, disponer de unos 20 dólares y volver dos días más tarde. Para conseguir un kalashnikov, unos 80 dólares y cuatro días. Hoy probablemente serán más económicos.

Pero las armas necesitan una cultura de violencia que legitime su uso. Y a esta legitimación contribuyó la invasión soviética. Por otro lado, unas relativas pocas armas de producción local no son comparables a los más de 5.000 millones de dólares en armamento que EEUU proporcionó a los mujahidín –afganos que combatieron a los soviéticos– entre 1986 y 1990. Ni comparables en número ni comparables en términos de capacidad destructiva. No matan lo mismo todas las armas, si bien todas matan. Algunas matan hoy, otras siempre. La violencia retardada de las minas, por ejemplo, mata hoy y mata mañana, haya guerra o haya paz.

Minas terrestres

Muy pocos países, quizá sólo Camboya y Angola, poseen tantas minas como Afganistán. Las minas terrestres están esparcidas a lo largo de una superficie de 500.000 Km<SUP>2</SUP>, más del 75% del territorio afgano. Las desplegó la URSS, en los años ochenta, y aún siguen allí. Según el Departamento de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, Afganistán tiene la mayor colección de minas terrestres del mundo: al menos 50 tipos diferentes. El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) asegura que hay alrededor de 8 millones de minas antipersona y otros 2 millones más de minas antitanque. El 10% de las minas terrestres de todo el mundo.

El 85% de las 8.000 víctimas anuales por mina son civiles. Fabricar una mina puede costar dos dólares, mientras que desactivarla cuesta entre 300 y 1000 dólares. Las minas no diferencian entre periodos de paz y de guerra ni entre animales, combatientes o civiles. Las minas no sólo matan, por lo general mutilan. Además, las minas destruyen el ganado, suponen graves problemas psicológicos y dificultan las tareas de repatriación y la transferencia y cultivo de la tierra.

Lanzamisiles Stinger

Entre el arsenal suministrado por EE UU a los mujahidín, destacaron varios cientos de lanzamisiles antiaéreos Stinger, guiados por láser y susceptibles de ser cargados al hombro por una sola persona. Con estos lanzamisiles, una única persona podía derribar un avión volando a una altura de hasta cinco kilómetros. Era la primera vez que este tipo de material se distribuía fuera de la OTAN. Los Stinger son un arma ligera en cuanto a su definición, pero en cuanto a su capacidad destructiva representan un instrumento capaz de ganar una guerra a una potencia mundial como la URSS, tal y como opinan varios autores. Esta «victoria» se saldó con alrededor de 20.000 víctimas soviéticas frente a un millón de afganas. Sólo en un contexto de cultura de violencia puede declararse a una facción beligerante como vencedora. En una guerra, en cualquier guerra, todos pierden. Una cultura de paz no presentaría una guerra sino como fracaso de la especie humana.

Además de los Stinger, los mujahidín primero y los talibán después, también gozaron de otros misiles (SAM y SCUD), de más de un millar de tanques, otro millar de furgonetas pick-up equipadas con cañones, y alrededor de 200 aviones, 80 helicópteros de combate y otros tantos de transporte. La mayoría de estos aviones superaron hace años su tiempo de vida operacional y no son seguros para el vuelo y muchos tanques son poco más que chatarra. Sin embargo, poco antes de los bombardeos de EE UU en Afganistán los medios de comunicación occidentales no dejaron de aterrorizarnos al tiempo que nos advertían del inmenso arsenal del que disponían los malvados talibán.

Bombardeos

Y bombardeamos, como ya hiciéramos en Kosovo. En aquel entonces, se llegaron a contabilizar 1.000 misiles lanzados en una sola noche. Cada uno de esos misiles tenía un coste aproximado de un millón de euros. Y estuvieron bombardeando tres meses. Se desconoce si llegará el día que conoceremos el número de misiles lanzados sobre Afganistán. O el alcance del daño producido, que se prevé cuantioso, después de las numerosas noticias sobre daños colaterales: aldeas enteras, suburbios de Kabul, almacenes de la Cruz Roja, edificios de la o­nU, … o la oficina de la televisión de Qatar Al Yazzira, cuyo representante en Washington todavía está pidiendo a gritos una explicación a la Casa Blanca. En 1999, las Naciones Unidas estimaron los costes de la reconstrucción de Afganistán en 3.000 millones de dólares. A principios de este año, en la Conferencia de Tokio, donde se establecieron los compromisos de los Estados donantes con Afganistán, la o­nU elevó está cifra hasta los 17.000 millones.

Conclusiones

Conflicto étnico? Poco antes del 7 de octubre, fecha del inicio de los bombardeos estadounidenses en Afganistán, los medios de comunicación no cesaron en destacar la tradicional unidad afgana que explica las cuatro victorias que los afganos obtuvieron frente a rivales mucho más poderosos, la Unión Soviética, en dos ocasiones, y el Imperio Británico, en otras dos. Sin menospreciar rivalidades personales o locales, el odio actual que existe entre grupos étnicos y religiosos ha estado fomentado por el apoyo que distintos países han proporcionado, cada uno con sus propios intereses. Hasta las Naciones Unidas han fomentado el apoyo de países vecinos a los señores de la guerra que lideraban la Alianza del Norte. Para reducir la fuerte asimetría de las facciones en conflicto y mediar así mejor, según unas recientes declaraciones en Barcelona del antiguo enviado del Secretario General de la o­nU a Afganistán, el catalán Francesc Vendrell.

Las guerras se desatan básicamente por poder o por territorios. Posteriormente, los argumentos étnicos, religiosos y nacionalistas son muchas veces empleados para justificar los conflictos, simplificarlos y considerarlos como naturales e inevitables, destacando lo poco que podemos hacer frente a tanta locura desatada. Y los intereses reales y la transferencia de armamento desde Europa o EE UU a zonas en conflicto quedan silenciados perpetuando así un sufrimiento que es tan injustificable como evitable.

Los países fabricantes de armamento, principalmente EE UU, Rusia y la Unión Europea se empeñan en anteponer los intereses de «sus» empresas armamentísticas al establecimiento de la paz en distintas zonas castigadas por conflictos armados. Y los ciudadanos que habitamos estos países legitimamos esta transferencia al tiempo que justificamos como naturales las guerras, producto de la cultura de violencia en la que vivimos. Al referirnos al tráfico de drogas, todo el mundo destaca la responsabilidad del traficante que vende al drogadicto. Algún día, esperemos, haremos también responsables a los que suministran las armas con las que otros cometen los horrores de la guerra.

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