Cuando una higuera se volvió un país

Reinaldo Cedeño Pineda desde Santiago de Cuba.

Se hizo a la mar, atravesó el Atlántico y llegó a las Américas, a la joya más preciada, a Cuba. El siglo XX apenas clareaba. No tenía más que su nombre, más que sus manos.

Algo le vería Claudia, cuando decidió  echar su vida junto a él. No sabía  de complejos y se hizo ordeñador, cortador de caña, comerciante. Se hizo. Todo eso me lo contaba en las tardes, junto a otros niños, en lo alto de su casona. Eran las tardes de Martín, que se iban, que se juntaban con las noches.  Cuando me escapaba a otra parte, siempre Martín pagaba. Era mi amuleto.

Yo miraba las manos del gallego viejo, mientras él señalaba a lo lejos, que era ir más allá de la avenida, más allá de las montañas, mas allá del mar, hasta alcanzar Vigo. Y empezaba a hablar, a derramarse sobre la ría, los campanarios, las calles de Vigo…

. Un día me atreví a interrumpirle, le pregunté si era él quien había hecho  aquello de Para Vigo me voy. Sobrevino la carcajada, y me estrechó contra sí:

―¡Ay… chaval, chavalillo… qué cosas  dices!

No podré mostrar su imagen, pero lo tengo atrapado en mi niñez, en el oasis del tiempo. Tendré acaso que bordar su viejo mostachón encanecido, su rostro blanquecino, su manera de pronunciar cada palabra y cada frase. ¿Dónde estará ahora la familia que formó, aquellos hijos que peinaba y volvía a peinar?  ¿Dónde, aquella casa de altas vigas, acomodada en el declive?

El cemento es tremendo

Unos imitaron a Martín y atravesaron el Atlántico de vuelta. Tal vez se fueron a Vigo. Las maderas se carcomieron, se gastaron. El cemento vino después para borrarlo todo. El cemento es tremendo. El tiempo, peor.

Pero, ando perdiéndome en la contada, que Martín me está brindando ahora mismo un dulce de higos de la planta que se retuerce allí, en la minúscula esquina de tierra, en el espacio apretado que han dejado las rojas, las rojísimas locetas.

―¿Te gusta?

―Sí… respondí, mitad con la cabeza, mitad con los labios

― ¿A qué sabe?

―Sabe rico, Martín.

¡Qué tonto!  ¡Qué muchacho tan tonto era yo, que perdido en la miel del fruto, no pude hallar palabras para agradecer! ¿Por qué no fue un abrazo?

¿Por qué  no  le recité allí mismo, el poema de la uruguaya  Juana de Ibarbourou, que mi maestra me había hecho memorizar, con un poco de cariño y con otro de amenazas?

“Porque es áspera y fea / porque todas sus ramas son grises, / yo le tengo piedad a la higuera”…

En su casa de Vigo había una higuera. Martín buscó una postura y la plantó en su casa de Santiago de Cuba. Se la pasaba mirándola, escrutándola.  ¡Ay de quien le molestara entonces!. Alguien dijo una vez que maduraba los frutos ―los morados frutos―  con sus ojos. Y jamás los probaba.

La higuera de Martín no era una higuera. Era una bandera. Era un país. Si ahora  lo tuviera delante. Si lo tuviera …