¿Somos fieles o promiscuos por naturaleza?

¿Somos fieles o promiscuos por naturaleza?

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Shutterstock / GoodStudio

Paul Palmqvist Barrena, Universidad de Málaga

¿Es más natural comportarnos como Romeo y Julieta, paradigmas del mito del amor romántico? ¿O como Casanova y Don Juan Tenorio, arquetipos del erotismo y la promiscuidad sexual?

Los seres humanos mostramos una enorme variabilidad de comportamientos y conductas a nivel individual. Desde las actitudes egoístas y misántropas de algunos hasta los comportamientos genuinamente altruistas y la tendencia a la hipersociabilidad de otros, como hemos comprobado en el transcurso de la pandemia actual.

En materia de comportamiento sexual ocurre igual y la literatura no es ajena a ello. Pero cabe preguntarse: ¿hay razones que justifiquen la promiscuidad o la poligamia? ¿Podemos considerarnos una especie de hábitos esencialmente monógamos, cuyas relaciones sexuales se basan en la fidelidad y en la confianza hacia nuestra pareja?

Al indagar en estas cuestiones conviene que nos fijemos en el comportamiento de los restantes primates, el orden de mamíferos al que pertenecemos, para saber qué podemos esperar de nuestra biología.

Modelos de comportamiento en los primates

Existen tres tipos básicos de primates según su comportamiento sexual y reproductivo:

  1. De un lado están las especies poliándricas (es decir, las que en términos humanos llamaríamos promiscuas), donde varios machos copulan sucesivamente con cada hembra fértil y compiten por fecundarla. Es el caso, entre otros, de los chimpancés y bonobos, los macacos o diversos babuinos y mandriles.
  2. Por otro lado están las especies poligínicas (polígamas), en las que un macho controla un harén de hembras y es el único que copula con ellas. Son ejemplos los gorilas y orangutanes, el babuino sagrado egipcio, el mono narigudo y algunos lémures de Madagascar.
  3. El tercer modelo incluye a las especies monógamas, donde se establecen parejas fieles y estables, integradas por un ejemplar de cada sexo. Es el caso de los gibones y siamangs asiáticos, así como de algunos monos titís sudamericanos.

Las especies poligínicas muestran un elevado dimorfismo sexual (esto es, notables diferencias de tamaño corporal entre los dos sexos y en otros rasgos ligados a la diferenciación sexual), como ocurre en los gorilas, en los que el macho casi duplica en masa corporal a las hembras de su harén. En cambio, las especies poliándricas o promiscuas tienen un dimorfismo más moderado, en torno a un 20% en tamaño, mientras que las monógamas apenas muestran diferencias, distinguiéndose externamente los sexos solo por sus genitales.

Tamaño testicular y biología de la reproducción

Una de las principales diferencias físicas entre estos modelos reproductivos se encuentra en el tamaño de los testículos de los machos. En la siguiente gráfica se recopilan datos de la bibliografía (Schultz 1932; Harcourt y colaboradores 1981, 1995; Moller 1988; Dixson 2009) para 65 especies de primates y las tres poblaciones principales de nuestra especie. Se aprecia que, a igualdad de tamaño corporal, las especies promiscuas se sitúan sobre la recta de ajuste, pues sus testículos son considerablemente más grandes que en las que forman parejas estables o harenes.

Relación entre el logaritmo de la masa corporal de los machos, en kilogramos (eje X), y el logaritmo del tamaño de sus testículos, en gramos (eje Y), en 65 especies de primates y en humanos (datos por separado para los tres grandes grupos poblacionales). Imagen elaborada por el autor a partir de medidas recopiladas de la bibliografía.

Esto se debe a la competencia entre los machos por engendrar a su progenie: en las especies promiscuas, varios individuos rivalizan por fecundar a la hembra; por ello, los que producen más espermatozoides tienen ventajas de cara a la fecundación.

En cambio, en los otros dos modelos reproductivos los machos no están sujetos a una competencia espermática de tal intensidad, pues monopolizan el acceso sexual a su pareja o a las hembras del harén, respectivamente; por ello, no necesitan testículos tan grandes para fecundarlas.

Llegados a este punto, la pregunta obvia es: ¿y qué ocurre en el caso humano? Tendemos a considerarnos como una especie fundamentalmente monógama, pero el tamaño de nuestros testículos no nos permite diferenciar este modelo reproductivo del basado en el establecimiento de harenes, los cuales se dan en diversas culturas asociados al poder y la riqueza.

Más aún, la gráfica muestra diferencias apreciables entre los tres grupos humanos comparados: los varones africanos son los que presentan los testículos más grandes (52 g en promedio para nigerianos y afroamericanos); a continuación, los caucásicos (44 g de media para varios países europeos); finalmente, los asiáticos orientales, que son los que los tienen más reducidos (30 g de media para Corea del Sur, Japón y China; algo menos de 18 g en los chinos).

Diferencias en el tamaño de los testículos entre poblaciones

Dado que los machos con testículos más grandes producen mayores volúmenes eyaculatorios (y por tanto más espermatozoides), las diferencias de tamaño testicular entre grupos humanos se podrían traducir en distintas capacidades de fecundación. Los datos parecen apoyar esta interpretación si comparamos los nacimientos de gemelos dicigóticos según poblaciones.

Estos gemelos, llamados también fraternos, provienen de dos óvulos diferentes, fecundados cada uno por un espermatozoide distinto. Por ello, su número debería aumentar en las poblaciones donde los varones son más fértiles. Es precisamente lo que se observa: la frecuencia de estos gemelos alcanza los 40 nacimientos por cada mil en Nigeria, baja a 18,5 por mil en Europa y se sitúa en 5,2 por mil en Asia oriental, conforme a lo esperable de los tamaños testiculares medios de los varones en estas poblaciones.

¿Acaso significa esto que los africanos tienden más a la promiscuidad que los caucásicos y éstos, a su vez, que los orientales? Afirmar algo así sería ir quizás demasiado lejos, sobre todo teniendo en cuenta que son los hábitos culturales los que parecen determinar en gran medida el comportamiento sexual en nuestra especie.

Así, por ejemplo, el porcentaje de hijos engendrados por un varón externo a la pareja en un conjunto de poblaciones europeas, norteamericanas y hawaianas es, en promedio, de solo un 1,6%. En cambio, en los indios yanomamis del Amazonas o en los de Nuevo México asciende a un 10 y un 11,8%, respectivamente.

¿Qué papel juegan aquí las preferencias femeninas?

Para finalizar, cabe preguntarse: ¿todo esto tiene algo que ver con las mujeres? Las hembras de los primates no parecen fijarse demasiado en el tamaño de los genitales de sus congéneres masculinos. Las mujeres tampoco se dedican a pesar los testículos de sus compañeros sexuales cuando se ocupan de elegir su pareja reproductiva.

Hablando en términos estrictamente evolutivos, la estrategia ideal para una mujer es formar lazos estables con un varón de naturaleza fiel y monógama, que se preocupe de colaborar en la crianza de la progenie común, en vez de andar “mariposeando de flor en flor”.

Ahora bien, las cosas cambian si tenemos en cuenta el comportamiento reproductivo de sus hijos varones, algo que –aun inconscientemente– le interesa mucho a la mujer. Los hijos engendrados con un compañero promiscuo heredarán de su padre este comportamiento. Y es de prever que tengan en el futuro más oportunidades de fecundar a diferentes mujeres. Así transmitirán también los genes que les legó su madre.

Por ello, no debe extrañarnos que en muchas especies las hembras formen parejas estables con un macho, pero sean receptivas a aprovechar la oportunidad de “echar una canita al aire”, lo que les permite aumentar la calidad y diversidad genética de su progenie.

Está claro que los humanos mostramos una gama de comportamientos diversa y rica en matices, como se señaló al comenzar este ensayo. Nuestra sexualidad, que tiende a oscilar entre la fidelidad y la promiscuidad, no parece ser una excepción.The Conversation

Paul Palmqvist Barrena, Catedrático de Paleontología, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.